Había una vez una pequeña aldea de pescadores a la orilla
del mar del despertar, que fue invadida por el imperio de Tevinter. Todos sus
habitantes fueron capturados para ser vendidos como esclavos en los mercados de
Minrathous, salvo los viejos y los enfermos. Una de las prisioneras fue la niña
Andraste.
Creció en la esclavitud, en una tierra extraña. Escapó y
realizó por sí sola el largo y traicionero camino de regreso a casa. Partiendo
de la nada, llegó a convertirse en la esposa de un caudillo de los alamarri.
Les cantaba a los dioses todos los días para pedirles que
ayudarán a quienes seguían siendo esclavos en Tevinter. Los falsos dioses de
las montañas y el viento no le respondieron, pero el auténtico dios sí.
Un día, el Hacedor le habló. Le mostró todas las obras de
sus manos: el Velo, el mundo y todas sus criaturas. Le enseñó que los hombres
lo habían olvidado y prodigaban sus devociones a ídolos y demonios, y por eso
los había abandonado. Pero la voz de Andraste había llegado hasta él y lo había
cautivado de tal modo que ahora le ofrecía un lugar a su lado para gobernar
toda la creación.
Pero Andraste no podía olvidar a su pueblo.
Suplico al hacedor que regresara y que salvara a sus hijos
de la crueldad del imperio. A regañadientes, el hacedor accedió a darle otra
oportunidad al hombre.
Andraste acudió a su marido, Maferath, y le contó todo lo
que el hacedor le había revelado. Juntos, levantaron en armas a los alamarri y
marcharon contra los magos del imperio, respaldados por el Dios.
La espada del Hacedor era la propia creación: fuego e
inundaciones, hambre y terremotos. Allá donde iba, Andraste cantaba a la gente
sobre el Hacedor y ellos oían sus palabras. Las filas de sus seguidores fueron
creciendo y creciendo hasta convertirse en una inmensa marea que amenazaba con
anegar el imperio. Pero cuando Maferath vio que el pueblo amaba a Andraste y no
a él, un gusano de malicia le nació en el corazón y empezó a carcomerlo por
dentro.
Finalmente, los ejércitos de Andraste y Maferath llegaron a
las puertas de la mismísima Minrathous, pero Andraste no estaba con ellos.
En secreto, Maferath había organizado su entrega a los tevinteranos.
A cambio, el arconte le entregaría todas las tierras situadas al sur del mar
del Despertar.
Y así, delante de los ejércitos de los alamarri y de
Tevinter, ataron a Andraste a un poste y la quemaron viva mientras su esposo
terrenal apartaba sus ejércitos y permanecía de brazos cruzados, pues su corazón
había sido devorado. Pero al observar la pira, el corazón del arconte se
ablandó. Se apiadó de Andraste y, desenvainando su espada, le concedió una
muerte rápida.
El Hacedor lloró por su amada, maldijo a Maferath y al
hombre por su traición, y volvió a apartar la mirada de la creación, llevándose
consigo sólo a Andraste. Y así nuestra Señora se sienta a su lado, desde donde
aún le pide que se apiade de sus hijos.
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